domingo, 15 de mayo de 2011

Camino de Santiago




Etapa.- Los Arcos-Logroño

Alguna compañera, ansiosa por caminar, se presentó en la estación una hora antes de la convenida. El cielo estaba cubierto y la temperatura era de catorce grados. Otra compañera nos hizo notar que el autobús llegó a Los Arcos a las ocho y media, y no como el viernes pasado, que lo hizo antes, lo que provocó que se le escapara antes de que ella llegara, junto con otra compañera. De los Arcos a Sansol el paseo resulta agradable por entre campos de cereal y viñas. Antes de llegar a este pueblo, nos encontramos con una señora que dijo escuchar a los peregrinos para ver qué acento tenían. Era de Granada y su acento así lo indicaba. Su marido era de Sansol y en este pueblo pasaban el verano, aunque tienen casa en Logroño. Un señor con dos cámaras fotográficas, colgadas al cuello, se entretenía en hacer fotos a los peregrinos, para colgarlas luego en Internet. Antonio me contó por la tarde que había colgado más de cuatrocientas, así que a cuatro que hiciera por grupo, calculamos que el viernes habíamos pasado por ese pueblo unas cien personas. Bajamos una pendiente y llegamos a Torres del Río. En su plaza algunos peregrinos almorzaban y una señora alemana, nos hizo una foto ante la iglesia del Santo sepulcro. Es de singular forma octogonal y su construcción es atribuida a los templarios. No la pudimos visitar por estaba cerrada.

En ascensión salimos del pueblo por su lado oeste, cuando del cielo caían unas escasas gotas de lluvia que no llegaron a mojar el suelo. Luego de varios toboganes rompepiernas, llegamos a la ermita del poyo del siglo XVI, que unos albañiles estaban arreglando. En la ermita, parada y fonda. Nos acompañaron en el almuerzo dos peregrinos de ambos sexos. El chico, que hablaba español casi correctamente, era de Suiza y la chica que no lo hablaba, de Alemania. Caminaban juntos, aunque no revueltos. Después de dar con las viandas ordinarias, degustamos unas ricas almendras preparadas por Rosa y un pastel de arroz preparado por Mayte. También el sol fue compañero nuestro durante el almuerzo y ya nos dejaría en todo el camino.

Aun quedaban unos diez kilómetros para llegar a Viana, que habrían de ser caminados por una senda con varios tramos de sube y baja, siendo cruzada la carretera en varias ocasiones. Después de subir el último repecho, ya se divisa Viana en la cercanía y Logroño a lo lejos, quedando también a la vista el valle del Ebro. Ya en la plaza de Viana, donde descansamos en sus bancos y saciamos en su fuente nuestra sed, después de sellada la credencial, nos sentamos en una terraza a tomar un refresco. Tuvimos el placer de coincidir en allí con dos personas singulares: Felix Cariñanos, vianes de nacimiento y de morada, licenciado en filología románica, profesor de instituto y autor de varios libros de tradiciones y romances, tanto navarros como riojanos y difusor de la cultura tradicional tanto en prensa como en radio como en televisión y Marcelino Lobato, el peregrino de La Rioja, como el se hace llamar, personaje singular que no duda en ponerse los sayones y demás atributos del peregrino medieval si ello es necesario, por una causa u otra.

Eran las dos y media de la tarde, hacía calor y como en media hora pasaba un autobús por allí en dirección a Logroño, algunos decidimos cogerlo y otros continuar camino. A las tres de la tarde salíamos por la puerta sur de la ciudad en dirección a Logroño. El sol nos pegaba de plano, pero hacía viento, que nos permitía soportar bien el calor. En la ermita de la Virgen de las Cuevas había parado un gran autobús, de matricula alemana, de donde habían descendido un grupo de unos cincuenta mayores de ambos sexos, que montados en bicicletas de todo terreno, se disponían a partir hacia Logroño. Antes de llegar a la muga de Logroño, Antonio nos informó de la condición de terreno salitroso por el que pasábamos, ya que en él crecía entre otros arbustos esparto, caracterizado él por adaptarse bien a ese tipo de suelo. Nada mas asomar la nariz por la embocadura de un túnel que soporta la carretera, un aroma dulzón llegó a nuestro olfato. Procedía de las amarillas flores de la retama o escoba, un arbusto de mediano porte que acompañaba los arcenes de la carretera. Luego de subir un repecho y pasar ante la puerta de la heredera de la Señora Felisa, en pronunciada pendiente, llegamos hasta los aledaños del cementerio municipal, donde pudimos gozar de un gran campo de amapolas que ofrecían su más rojo color. Por una reciente adornada entrada a la ciudad, llegamos al puente de piedra que cruzamos. En el albergue sellamos la credencial y después en la terraza de una cafetería cercana degustamos una cerveza bien fría.

Y colorín colorado, este camino, se ha terminado.

Agradecer a todas las personas que lo han disfrutado conmigo, su grata compañía.

Ricardo Moyano

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